Hay situaciones en la que se nos premia por conseguir objetivos. "Si apruebas, le decimos a los niños, te regalamos esto o aquello". En la vida profesional nos premian con dinero, ascenso de puestos, acciones de la compañía u otras cosas. Y en las relaciones afectivas puede pasar otro tanto de lo mismo, nos reconocen la palabra o nos la quitan, comos dignos de confianza o de repulsa o indiferencia. Al final, ¿qué es lo que perseguimos en la vida?
Tal vez un niño aprenda a perseguir un juguete, una bici, una muñeca u otro estímulo que le podamos dar. ¿A qué le damos más importancia? ¿Al estímulo o al objetivo que perseguimos? ¿Alcanzado el estímulo, porque se ha conseguido el objetivo, que queda? ¿Qué es lo importante? Lo mismo puede pasar en el trabajo, en nuestras relaciones interpersonales o en las de familia. ¿Valoramos más lo que se nos ofrece de recompensa o los valores que en el fondo pretendemos que se vivan?
Es fácil caer en la trampa de dar algo para conseguir otras cosas. El verdadero estímulo, el que tiene que motivarnos y movernos en la vida tiene que estar siempre dentro de nosotros mismos y no depender de ningún tipo de regalo o de favor, tienen que tener valor en si mismo.
Cuando hacemos las cosas porque nos gustan, porque nos dicen algo, porque aportan valores a nuestra vida, no necesitamos estímulos externos. Tal vez el reconocimiento al esfuerzo y a las habilidades desarrolladas puedan ser el mejor premio para nuestra autoestima. Cuando nuestro objetivo es el premio o recompensa, el verdadero valor queda en un segundo plano, por lo que pierde gran parte del valor que pretendemos darle.
Hacer las cosas por vocación, amor, realización personal y por aquello que nos hace sentir que vivimos, que somos alguien peculiar en la vida y que ofrecemos a la vida lo que somos, es una experiencia que nos hace sentir plenamente felices y satisfechos de nosotros mismos.
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