Tener que pedir disculpas no es nada fácil, parece que la vida se le va a uno si las pide, o que queda relegado a un segundo o tercer plano por el mero hecho de haberse equivocado. De hecho, ¿cuántas veces hemos pedido disculpas a lo largo de nuestra vida? Una veces intentamos pedirlas de forma indirecta corrigiendo la actitud que nos ha llevado a herir a alguien; otras veces creemos que no es necesario porque hay confianza, y la confianza muchas veces da asco, y otras simplemente tiramos hacia adelante esperando que el tiempo cicatrice todo y así lo cure.
Pedir disculpas, además de allanar las relaciones que se han podido deteriorar, comporta otras cosas mucho más importantes:
- Nos hace crecer como personas. Nos reconocemos tal y como somos. No necesitamos escondernos. Asumimos lo que somos y así lo mostramos al que hemos podido herir.
- Este crecimiento nos hace más libres. No importa la imagen que demos, importa aquella con la que nos quedamos en nuestro interior. Soy libre ante cualquier tropiezo, y éste no me condiciona ni ante la vida ni ante los demás.
- Uno aprende a ser responsable de cada uno de sus actos. No justifico nada, simplemente asumo mi forma de actuar.
- Mejora mi interrelación personal. La afronto desde la sinceridad, desde la verdad, desde lo que hay dentro de mí. Ello me dará más confianza ante los demás y a los demás más confianza hacia mí. Saben realmente quien soy.
- Mejora mi empatía, mi capacidad de entrar en el mundo de lo que los demás pueden sentir.
Así pues, más allá de un sentimiento de sentirse mal y humillado hay otro mucho más grande, sentirse humano.