Era el primer dia en que tenía que subir al cerro. Aproximadamente eran unas dos horas y media de subida meció empinada. Yo había dejado el coche en Monteflor. Dias antes me había puesto a subir las escaleras del campanario para hacer ejercicio y acostumbrar las piernas. Llevaba mi mochila azul y un montón de ilusión. Era mi primer contacto con los poblados a los que no llegaba la luz y el agua. La ilusión, la expectativa y las ganas no eran pocas.
Comencé a subir y los primeros cinco minutos fueron fantásticos. A partir de ahí sentí que el desnivel comenzaba a dejarse sentir. No pasaron quince minutos cuando de mi boca salió la primera pregunta, como la que hacen los niños en un largo viaje, ¿Queda mucho? Uno de los catequistas con un tono de naturalidad me dijo apuntando con su dedo indice hacia un árbol: ¿Ves aquel árbol? Allí se acaba la subida.
Aquel árbol se convirtió en punto de referencia. Al principio era un bendito árbol, pero a medida que caminaba casi era un motivo de maldición. ¡No se movía! ¡Allí estaba, erguido, frío y estático ante mi impotente mirada! Se me hacia duro y casi imposible. Las piernas fallaba, la respiración costaba y el jadeo se hacia oír, ante el cual me decían: ya queda poco.
Reconozco que sentía vergüenza. Era como si no diera la talla. Y mi mirada seguía clavada en aquel árbol que parecía mantener las distancias en el tiempo y el recorrido. El reloj parecía haberse parado y la distancia que se recorría también. A pesar que me sugerían no parar a descansar no podía hacer otra cosa que hacerlo pues mi cuerpo no daba mas de si a pesar de sentirme mal por mi y por mis acompañantes.
En la ultima de las paradas me senté sobre una piedra. Encogí mis piernas contra mi pecho. Cerré los ojos deseando acabar esa subida y al cabo de tres o cuatro minutos volví a abrirlos con la respiración más pausada. Fue entonces cuando descubrí lo que no había descubierto en todo el recorrido: flores amarillas, malvas y violetas; flores de todo tipo de colores. En el silencio podía escuchar el canto de los pájaros, el reptar de las lagartijas y el suave ruido que hacían algunos de los arboles a medida que pasábamos.
Mi mente y mis ojos se alejaban cada vez más del arbolito, a pesar que estaba cada vez más cerca de él, mientras que se centraban en los colores, los ruidos y los olores. Y casi sin darme cuenta me topé no el árbol. Me reí y le miré en silencio mientras le decía en silencio y con una sonrisa medio sarcástica e irónica: Tenía ansias de llegar aquí, y por culpa tuya no llegué a degustar gran parte del camino.
Aquél día aprendí que los objetivos son importantes, pero que saborear el camino y el proceso lo es mucho más. As metas duran un instante, los procesos mucho más y, en ellos, aprendes y te topas con muchas cosas, personas, circunstancias y detalles que hace que la vida sea un recorrido digno de vivir y donde el proceso no sea un obstáculo, un reto o una dificultad a superar sino algo que observar, apreciar, degustar, vivir y admirar. Es entonces cuando la meta tiene mucho más valor, por aquello que has vivido y te has topado por el camino.
Si bien somos muchas veces esclavos del pasado y cargamos inútilmente con cosas que ya no podemos cambiar, otras tantas lo somos del futuro queriendo llegar sin apreciar cada paso que damos por la vida. Pocas veces vivimos el aquí y el ahora, que es lo que no da la propia riqueza de la vida. El pasado ya no existe, el futuro todavía no ha llegado. ¿Por qué no vivir el instante para llenar el futuro de muchos y buenos instantes?