Un día una pequeña abertura apareció en un capullo. Un hombre se sentó y observó por varias horas cómo la mariposa se esforzaba para que su cuerpo pasase a través de aquel pequeño agujero.
Entonces pareció que ella ya no lograba ningún progreso. Parecía que ella había ido lo más lejos que podía en su intento y no podía avanzar más.
Entonces el hombre decidió ayudar a la mariposa: tomó una tijera y cortó el resto del capullo. La mariposa entonces salió fácilmente. Pero su cuerpo estaba atrofiado, era pequeño y tenía las alas aplastadas. El hombre continuó observándola porque él esperaba que, en cualquier momento, las alas de ella se abrirían y se agitarían para ser capaces de soportar el cuerpo, el que a su vez, iría tomando forma.
¡Nada ocurrió! En realidad, la mariposa pasó el resto de su vida arrastrándose con un cuerpo deforme y alas atrofiadas. Ella nunca fue capaz de volar. Lo que el hombre, en su gentileza y voluntad de ayudar, no comprendía era que el capullo apretado y el esfuerzo necesario para que la mariposa pasara a través de la pequeña abertura era el modo por el cual Dios hacía que el fluido del cuerpo de la mariposa llegar a las alas, de tal forma que ella estaría pronta para volar una vez que estuviera libre del capullo.