No pude evitar escucharlos, y me quedaba pensando en las palabras que decían.
Uno totalmente soliviantado con voz estridente y agresiva, gestos continuos y expresivos, palabras que llegaban al insulto y al desprecio posiblemente herido por algo que había ocurrido, no dejaba de increparle. La palabra que más salía de su boca era la de cobarde.
El otro, sentado escuchaba pacientemente. En ciertos momentos intentaba hablar sin éxito, y las veces en que conseguía hacerlo eran rechazadas y despreciadas en menos de treinta segundos.
Yo, a unos 8 metros de distancia, sentado y medio oculto por una planta, simplemente observaba.
Los dos se fueron sin mediar palabra, juntos y al mismo tiempo distantes. Yo me quedaba con la movida y pensaba en mis adentros: ¿Quién es más cobarde, el que intenta hablar y es acallado o aquel que tiene miedo a callarse por temor a lo que pueda recibir y no poder digerir? ¿Aquel que ataca para no sentirse vulnerable o aquel que no tiene otra opción de no poder manifestarse?
El miedo que a veces sentimos ante el otro no refleja nada más que el miedo que tenemos a sentirnos vulnerables y tocados en aquello que nos da miedo de nosotros mismos.