Es algo que todos ansiamos y algo a lo que la mayor parte tenemos miedo: volar. No me refiero al acto de volar en sí. Siempre hemos asociado volar con libertad. Queremos ser libres, pero nos cuesta elegir libremente en la vida aquello que nos puede echar a volar.
Buscamos seguridades, tendemos a protegernos, no queremos saber nada de incertidumbres. Es más, queremos que nos lo den hecho. Es la realidad que muchas veces palpamos en la vida. Y lo decimos muchas veces cuando hablamos sobre nuestros hijos: "No queremos que pasen por donde nosotros hemos pasado". Evitamos el dolor, la inseguridad y el aprendizaje en sí mismo.
Y una de las mayores quejas que hacemos es la de que "nos dejan solos ante el peligro". Libertad es muchas veces compañera inseparable de la libertad y, ¡cómo nos cuesta ese estar solos! Solos ante nosotros mismos, ante el posible mal llamado fracaso, pues para otros el fracaso es una manera de aprender en la vida.
Tener alas es bonito, pero conlleva su riesgo, un riesgo que te permite ser tu mismo y encontrarte contigo mismo. ¿Es bonito o no volar?