11/10/11

Perdóname que me entrometa



Ayer me telefoneaba mi madre y me daba una grata noticia sobre una compañera suya de hospitalización que meses atrás compartió habitación y sufrimientos con ella. Mientra mi madre se recuperaba de una situación crítica de rotura de cadera, neumonía y de una gran anemia, Josefa, su compañera de fatigas luchaba entre llanto y llanto contra una pierna totalmente ulcerosa que hacía presagiar una amputación en toda regla. 

El dolor me llegaba a la médula, tanto por verla sufrir, llorar, gritar y maldecir la suerte que tenía, como por la situación ante la que tenia que exponerse mi madre que estaba en situación crítica. Pensé que la situación de Josefa iba a perjudicar a mi madre y que se iba a venir abajo. Pero mi madre hizo acopio del amor que la caracteriza y consiguió no solamente sobreponerse sino que también tendió una mano de ánimo a su compañera de fatigas.

La manera en como le hacían las curas eran posiblemente fuertes, pues era cuando más podía sentir el dolor y cuando se negaba a seguir viviendo. Fue precisamente en uno de esos momentos en que mi mente se trasladó unos viente años atrás cuando en la sierra chinanteca de Oaxaca, México, mi mente repasaba una y otra vez las curas que hacíamos del mismo tipo de heridas pero en situaciones mucho más precarias. Tan sólo cuatro cosas se utilizaban: miel, gelatina, sulfato de zinc y gelatina.

A mi mente llegaban una y otra vez los comentarios de Toño, mi compañero, de Sor Rosa, la enfermera y del médico que vino desde la ciudad de México a colaborar con nosotros desinteresadamente durante un año y de cuyo nombre no consigo acordarme, de los progresos que hacían aquellas piernas a las cuales muchas veces se les veía hasta el mismo hueso.

Veinte años después y en un hospital que gozaba de todos los adelantos veía como una pierna en las mismas circunstancias caminaba hacia una amputación casi segura. Recuerdo que mientras las curas tuve que salir al pasillo, los llantos y quejas de Josefa no cesaban un instante. Dentro de mí se libraba una batalla, hablar con la médico responsable, especialista en dermatología, y decirle lo que haciamos nosotros en México o callarme.

¿Quien eres tu, me decía a mi mismo, para decirle a un médico especialista lo que tiene que hacer? Bueno, en el fondo pretendía compartir una experiencia que había tenido en México y que había resultado totalmente positiva. Por otra parte los años habían pasado y me imaginaba que los medicamentos habían progresado para hacer frente a estas situaciones. Yo no era médico, pero si testigo de algo que se hacía en otra parte del mundo. Así que en un alarde de atrevimiento me acerqué a la doctora y le comenté lo que nosotros había hecho con ese tipo de heridas en México.

La respuesta me dejó un tanto frío. Me dijo que era "algo de libro" lo que se hacía en México. No la ví entusiasmada, por lo que me resigné con la sensación de haberlo intentado sin haber conseguido absolutamente nada. Poco días después Josefa fue trasladada a otro hospital y mi madre fue dada de alta.

Hace dos días mi madre me comentó que mi hermana se había encontrado con la hija de Josefa y le preguntó por su madre. ¿Sabes cual fue la sorpresa? Que la doctora le dijo que como último remedio iban a tratarla con un remedio que utilizaban en las misiones de México. ¿Resultado? Su pierna mejoró y se evitó la amputación, aunque por problemas que desconozco perdió la pierna buena.

Ante la vida puede darnos vergüenza el aportar la experiencia que tenemos, unas veces porque consideramos que los demás son maestros en la materia, otras veces porque infravaloramos nuestras propias experiencias y recursos o bien porque nadie nos ha pedido nuestra opinión. La realidad es que la vida no espera por nadie, sino por la propia iniciativa de cada uno. Es la seguridad en uno mismo, en la propia experiencia y en el no tener miedo a la negativa de otros la que abre las posibilidades de la misma vida hacia uno mismo y hacia los demás.

Perdóname que me entrometa, pero algo, aunque sea pequeño y pobre puedo aportar. Y lo poco que se compartió salvó una pierna. Y los pocos panes y peces que se compartieron hicieron posible la multiplicación. Y cada gota es la que hace posible el mar. Y cada grano de arena es el que hace posible el desierto. Lo poco, por poco que sea, es lo que permite el mucho.