Siempre he escuchado a la gente que renace a la vida después de un grave accidente de tráfico o de una grave enfermedad, como puede ser el infarto, que hay un antes y un después. El antes era la despreocupación por la vida y el después el buscar una mejor calidad de vida. Es algo así como que no estamos por la labor de aprender las lecciones de la vida hasta que la vida no nos deja otra alternativa y nos da avisos serios. Es en esas situaciones cuando surgen preguntas en nuestro interior, preguntas que nos cuestionan profundamente hasta el punto de estar dándoles vuelta a la cabeza una y otra vez:
- ¿Para qué estoy yo aquí en la vida?
- ¿Qué es lo que realmente merece la pena hacer en la vida?
- ¿Qué me gustaría llegar a hacer o a realizar antes de dejar esta vida?
Al fin y al cabo son preguntas que nos llevan a buscar lo que hoy en día llamamos "calidad de vida":
- Vivir saludablemente, en cuanto a salud física se refiere.
- Vivir emocionalmente bien y alejados del continuo estrés que nos rodea.
- Vivir con lo realmente indispensable y que nos hace ser felices de verdad.
- Vivir dependiendo de nosotros mismos y no de las cosas.
- Vivir con los seres que más queremos y apreciamos compartiendo con ellos lo que somos y lo más preciado que tenemos, nuestro tiempo.
En una palabra, la muerte cuando está ahí nos asusta, no tanto por lo que podemos llegar a vivir sino porque nos damos cuenta de que hay otro tipo de muerte que vivimos a diario y que nos priva de la belleza de la misma vida en sus más mínimos detalles.
Es por lo que esta frase de Bertolt Bretch me ha llamado la atención, porque en el fondo comos generadores de vida, y cuando no la generamos nos convertimos no en generadores de muerte, sino en vivientes que no tienen vida en sí y que tampoco la aportan a los demás.
No está demás el agradecer la vida y los detalles de cada día, así como las flores marchitas que nos recuerdan que dentro de nosotros está la posibilidad de generar vida y en abundancia.
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