Adiós, una palabra que no nos gusta utilizar y que solemos cambiar a menudo por un hasta luego, nos vemos, hasta la próxima y frases parecidas. Pero la realidad es que el adiós es algo fuerte y que tenemos que experimentar de forma fuerte en al menos dos ocasiones de nuestra vida: el momento de nacer, en el que le decimos adiós al vientre materno, con toda la seguridad que nos reportaba, y el momento de nuestra muerte en el que dejamos atrás toda nuestra experiencia humana. El adiós en una parte más de la vida, una parte que nos llama a ser nosotros mismos y que nos lanza a un mundo en el que tenemos que utilizar nuestros propios recursos.
Entre el nacimiento y la muerte hay muchos otros adioses que tenemos que decir, unos de forma obligada, otros que queremos asumir voluntariamente en el proceso de nuestro crecimiento: adiós al colegio cuando cambiamos de ciclo, y con ello adiós a muchos compañeros; adiós cuando nos vamos de casa, bien por estudios, bien porque nos independizamos o bien porque empezamos un nuevo estilo de vida; adiós cuando se nos despide de un trabajo y tenemos que comenzar una nueva andadura muchas veces en algo que no conocemos bien; adiós cuando despedimos a un familiar que se nos muere o cuando experimentamos el fin de un ciclo familiar que deja de llenarnos en un momento determinado; adiós a ideas, a creencia, a valores que han conformado parte de nuestra historia.
En la vida vamos diciendo adiós porque la vida es eso, un constante fluir en el que todo cambia, todo pasa y como el agua del río que desemboca en el mar ya no se vuelve atrás. ¿Es importante, pues, saber decir adiós? ¿Nos ayuda a vivir el saber cerrar círculos y experiencias? ¿Merece la pena el vivir anclados en el pasado con todas las experiencias positivas que hayamos podido tener?
Si echamos la vista atrás nos daremos cuenta de la cantidad de adioses que hemos dicho, unos con sonrisas y otros entre llantos y lágrimas, unos aceptados y otros que permanecen todavía abiertos y que nos impiden seguir viviendo con plena libertad. Pero detrás de cada adiós vivido y aceptado se han abierto nuevas puertas, otras posibilidades. Hemos crecido, avanzado, aprendido y desarrollado nuevos talentos y cualidades. El "no hay mal que bien no venga" se ha hecho realidad en nosotros posiblemente a costa de sufrimientos y de tener que despegarse de aquello que nos tenía apegado al pasado o a dependencias de todo tipo que nos impedía aprender, vivir y caminar.
Saber decir adiós siempre nos ayudará a crecer.
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