Su dolor era tan grande que salía por todos los poros de su piel. El sufrimiento era tal que las paredes y puertas de su habitación no conseguían mantenerlo aislado. La angustia que sentía era tal que desesperadamente llamaba a su madre que había muerto hace más de treinta años. A su lado dos personas que intentaban hacerla volver en sí, que dejara de sufrir y de gritar invitándola a que pensase que el dolor que sentía era algo que tenía que soportar sin más.
Una vez lavada era como una niña más que gemía agarrada a su almohada de hospital. Sus ojos cerrados por el dolor que había recibido, y una palabras inteligibles que salían de sus labios dejando entrever la amargura que llevaba dentro. Eran 79 años los que tenía encima y en los que daba la impresión que todo el dolor de la vida se había acumulado en tan solo cinco minutos que había durado el aseo de su cuerpo.
Una hora después, cuando el enfermero de turno entraba con su carrito para hacerle las curas, me disponía nuevamente con todala tristeza del mundo a oír su llantos y lamentos ante un dolor irresistible que ella iba a sufrir en propia carne una vez más. Era un enfermero que yo veía por primera vez pero que hizo llamar mi atención por la tranquilidad de su paso, la expresión serena de su rostro. Algo me hacía ver que él era diferente, pero que el dolor de esta pobre mujer iba a brotar nuevamente como cualquier ciclón que azota impunemente a todo aquello que se encuentra a su paso.
Salí, como de costumbre, de la habitación dejando a esta pobre mujer enfrentándose a su dolor y a mi madre, dentro de su particular dolor y situación, como testigo del sufrimiento que esta mujer iba a padecer una vez más. Mientras, y para no malgastar el tiempo, caminaba los cuarenta metros que hay de una esquina a otra del pasillo para hacer algo de ejercicio. Algo raro e inusual estaba ocurriendo mientras caminaba. No había gritos, ni llantos, ni rastros de dolor. Yo seguía centrándome en mi caminar hasta que unos veinte minutos después salió el enfermero de la habitación, yo entré en ella y vi a Josefa tranquila y con un visible rostro lleno de paz.
¡Josefa! ¿Qué paso? No la he oído llorar…..
Abrió sus ojos llenos de ternura, me dio su mano y mirándome fijamente a los ojos me contestó: “Ay, Fernandiño, meu fillo, si todos fueran como este enfermero cuantas lágrimas y sufrimientos me hubiera ahorrado yo”.
Si, la vedad es que sí, le respondí.
Mientras le tenía agarrada su mano y ella tenía agarrada la mía, pensé en como a veces nuestros trabajos no tienen en cuenta a las personas, a sus vivencias, a sus sentimientos y a lo que pueden estar pasando en ese momento. Tal vez nuestras metas sean tareas, y no hacerlas lo suficientemente tan bien como hacer que de lo bien que las hacemos todos se sientan mejor.
Poco después le dije a ella y mi madre que corroboraba la falta de tacto que algunas personas podían tener: “Cuando os vayan a tocar, hacer las curas, a sentaros en la silla o en la cama mirar fijamente a los ojos de la persona que os lo va a hacer, dirigíos a ella y decirle: Yo se que eres la mejor enfermera del mundo, y que lo que vas a hacer lo vas a hacer también que no vamos a sentir dolor, porque se que eres la mejor.
Tal vez en esos momentos y cuando alguien nos lo diga en una u otra situación tomemos conciencia que podemos ser los mejores haciendo lo que sabemos hacer y haciendo que las personas que son objeto de nuestros trabajos, palabras y acciones vean la calidad que hay dentro de nosotros.
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